Ella siempre entra sola. Unos setenta años que podrían ser sesenta y cinco. Pelo corto y blanco. Cara expresiva y curtida, con apariencia de haber vivido muchas cosas, no se si buenas o malas. Monedero de veinticinco por diez bajo la axila y algún billete enrollado en su mano derecha. No saluda aunque es la más habitual de los clientes. Mira de soslayo a su alrededor mientras parece hacer cuentas rápidas. Tras breves preparativos iniciales, de posicionamiento, comienza su rutina matutina. El camarero conoce sus hábitos y por tanto, tampoco necesita cruzar palabra para atender sus pretensiones inmediatas y devolverle las diez o veinte monedas que se corresponden con el billete que ella le entrega. No solemos compartir mas de quince o veinte minutos pero es tiempo suficiente para apreciar que no es feliz, o que al menos no lo aparenta. La tranquilidad inicial que la acompaña se acentúa aún más cuando introduce la primera moneda y se va convirtiendo en nerviosismo e inquietud conforme transcurren los minutos. Cada cierto tiempo, una mirada nerviosa al televisor colgado en la esquina que le queda a la izquierda, la conectan unos segundos con la realidad en la que se encuentra. Pero le basta girar la cabeza, de nuevo a la derecha, para regresar a su abducción. Concentración nerviosa. Ansiedad creciente mientras se desplaza de nuevo a la barra para, con un gesto, mostrarle otra vez al camarero sus deseos, especialmente interesada en que nadie ocupe el sitio que momentáneamente ha abandonado. El camarero responde a sus pretensiones con facilidad aunque con gesto incomodo, insatisfecho, dudoso de si se corresponden sus actos con lo que desearía.
Ella vuelve a su duelo particular. A mover las manos con las mismas secuencias, y los pies inquietos y la cabeza, y a fruncir el ceño sobre los ojos casi llorosos cuando la maquinita se para, suelta un incómodo ruido y le refleja unas luces estridentes que la invitan a que eche las tres últimas monedas que había reservado para unas barras de pan. En un último barrido al tendido con mirada desesperada ya, maldice por dentro su suerte y se retira de esa puta caja luminosa y ruidosa que cada mañana la atrae hasta una rutina frustrante.
Agachando la cabeza, se marcha sin despedirse y se camufla entre el resto de transeúntes que acaban de desayunar.
José Manuel Velasco.
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